miércoles, marzo 31, 2010

El Libro Sin Nombre

Era un gran día para nuestro historiador. Tras varios años de búsqueda, lo que había empezado casi como un pasatiempo pero que en estos últimos meses se había convertido en una obsesión por fin sería suyo. Mencionado en varios textos a lo largo de la historia (textos que abarcan desde las Sagradas Escrituras hasta documentos rescatados del Tercer Reich), el extraño juego de pistas e investigaciones que le había llevado a lugares tan alejados como Israel o Japón parecía que iba a terminar en el mismo lugar que, ironías del destino, había visto nacer a nuestro historiador: Valencia.

Mientras la lluvia inundaba las calles de la ciudad, nuestro hombre se refugiaba bajo su paraguas mientras vigilaba los números de las casas que ante sus ojos desfilaban. Justo cuando la oscura noche se iluminó mediante un cegador rayo, el obesionado historiador se paró inmediatamente frente a la puerta de una vieja casa que era antigua incluso si se la comparaba con el resto de casas viejas que en aquel antiguo barrio abundaban. Presa de una excitación que nunca antes había experimentado, nuestro protagonista golpeó la puerta con su mano desnuda, ya que la vieja casa no tenía ni timbre ni aldaba alguna. Los minutos pasaron mientras el puño de nuestro historiador golpeaba con menos intensidad y su frustración aumentaba, hasta que un nuevo y brillante rayo pareció anunciar la abertura de la vieja puerta.

En su umbral, un viejo más viejo que la misma casa miraba de forma severa a nuestro nuevamente esperanzado protagonista que, lejos de amedrentarse ante el escrutinio del viejo, se lanzó a describirle sin pausa sus extraordinarias aventuras, vivencias e investigaciones que le habían llevado ahí, ante él, con el único objetivo de estudiar El Libro Sin Nombre. Le prometió dinero, fama y cualquier otra cosa que nuestro acaudalado historiador podía ofrecer con tal de estudiar sus desconocidas páginas. La cara del viejo, que aguantó los veinte minutos que duró la exposición de aquel joven sin cambiar su severa expresión, adoptó una extraña mueca que podría interpretarse a la vez como alegre y diabólica mientras se sacaba de debajo de su extraña vestimenta un viejo libro de tapas negras y se lo ofrecía a nuestro buscador. Pero éste no podía prestar demasiada atención ante el inquietante cambio de expresión del viejo, pues la emoción de tener ante él lo que tanto ansiaba no le dejaba ver más allá. Seguidamente, se deshizo en elogios hacia el misterioso viejo, prometiéndole que en dos o tres días le devolvería el libro y todo lo que le quisiera pedir.

Tan contento estaba que el camino de vuelta hacia su piso le pareció la mitad de lo que había andado mientras buscaba aquella antiquísima casa. Pensaba en lo que descubriría de aquellos misteriosos y añejos textos, en la fama que alcanzaría al revelar al mundo uno de los libros más misteriosos y codiciados por la comunidad de historiadores y, sobretodo, en que por fin había terminado su larga y obsesiva búsqueda. Tan contento estaba que no fue hasta que llegó a su salón y se sentó en su sillón favorito, listo para desvelar los misterios del Libro Sin Nombre, cuando descubrió que el milenario y oscuro libro estaba cerrado mediante un herrumbroso pero sólido candado metálico que mantenía sus duras y negras tapas unidas. Su desesperación inicial se diluyó cuando un click metálico anunciaba que el viejo candado había sido abierto gracias a la pericia de nuestro habilidoso protagonista con un fino alambre de hierro...

Según los vecinos del piso de abajo de nuestro protagonista, los gritos y alaridos empezaron sobre la 1:25 de la madrugada. Unos 6 o 7 minutos después de que le oyeran cerrar la puerta de su casa, señal inequívoca de que acababa de llegar. Tan horribles, dolorosos y prolongados eran que los vecinos llamaron a la policía bastante alarmados. Sin embargo, antes de que llegaran a la escena del crimen ya habían parado. Cuando derribaron la puerta para entrar en el piso de nuestro historiador, encontraron el salón convertido en un caos: cuadros rotos, muebles destrozados, cortinas rasgadas, estanterías volcadas y todo por el suelo. El estado en que encontraron a nuestro difunto historiador, o más bien los trozos en que lo encontraron, es mejor no describirlo para no herir ninguna sensibilidad. Baste decir que dos de los tres agentes que se encontraron tan dantesco espectáculo están, aún hoy, bajo tratamiento psicológico.

Por supuesto, este caso nunca ha sido resuelto y sí silenciado. Algo comprensible, porque el piso del sujeto estaba completamente cerrado por dentro, sin pistas, y la atrocidad del crimen resultó bastante incómoda. Cinco días después del suceso, un conocido raterillo de Valencia era generosamente recompensado por un anciano muy viejo por devolverle un oscuro libro, en el que asegura no haber visto ningún título ni escrito alguno en su portada, cerrado con una herrumbrosa cerradura metálica que le había mandado recuperar de una escena de un crimen. Por la seguridad del propio lector, omitiré el nombre de ese viejo barrio de Valencia. Incluso ocultaré el número de la centenaria casa, para no dar siquiera una pista a ningún inconsciente que quisiera alimentar al milenario y misterioso Libro Sin Nombre...